Ericka Palacio, Dilly Palacio, Mery Machado y Sixta María Palacio con el cuadro de Emilio Palacio
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Jairo Cassiani

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Con la cocina, las Palacio luchan por dejar atrás el dolor de la masacre de Bojayá

Este 9 de abril se conmemora el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto Armado

El día en el que el Frente 58 de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) hizo explotar una pipeta de gas cargada de dinamita en la capilla San Pablo Apóstol, de Bellavista, Dilly Palacio Palacio no estaba en su pueblo.

La mujer de 40 años recuerda que ese jueves 2 de mayo de 2002 estaba en Bogotá, una fecha inolvidable. “Trabajaba en la casa de una pareja de policías, cuidándoles a su hija”, empieza a contar en la sala de su casa.

La vivienda está ubicada en el barrio La Central, en Soledad. Tiene una reja alta, que al igual que la pared del frente, está pintada de blanco. La fachada está dominada por una puerta metálica y un amplio ventanal.

Adentro hay un comedor con una mesa de vidrio con seis puestos. En la sala hay dos mecedoras y una mesa metálica, donde Palacio prepara toda suerte de alimentos que sale a vender para conseguir el sustento de su familia. La casa tiene tres cuartos donde duermen siete personas, además de una pequeña cocina, un baño y un estrecho patio de un metro de ancho y de paredilla alta, para evitar que los ladrones entren.

Dilly Palacio Palacio conserva la alegría, a pesar de la situación difícil que han tenido que atravesar

Junto a ella están su mamá Sixta María Palacio, de 80 años; su hija Mery Machado, de 27 años, y su sobrina Ericka Palacio, de 26 años. Las cuatro mujeres guardan en común el recuerdo de la tierra que tuvieron que dejar para poder sobrevivir.

Sentada en una silla del comedor, Dilly vuelve a sentir el frío de la capital de Colombia. Su frente perlada por el sudor, producto del veranillo que padece la Región Caribe, se pliega en busca de la memoria.

“Estaba en mis labores cuando mis jefes llegaron. El Coronel me pidió que me sentara y con suavidad me dijo “su pueblo desapareció, su pueblo ya no existe”. Yo gritaba que no, que no podía ser. Él me repetía que ya no existía”, relata con la mirada concentrada en un punto del infinito.

En el preciso momento en que se enteró de la tragedia, donde murieron 120 civiles y cerca de 100 más quedaron mutilados y heridos, afirma que se sintió transportada hasta las calles de su natal Bojayá. Veía a su familia intentando refugiarse para escapar de las balas, escuchaba los gritos de dolor de los heridos y de las personas asustadas; sentía el miedo que se había apoderado del ambiente.

“Era como si me hubieran arrancado el alma, como si me hubieran quitado un pedazo de corazón”, reconoce Dilly aún perdida en esa fría mañana de hace 15 años.

Directamente de Bogotá viajó a Soledad, a la casa de un hermano en el barrio Costa Hermosa. Desde ahí empezó a gestionar la venida de parte de su familia que aún estaba en Chocó.

Mery Machado cuenta que estuvieron más de un mes incomunicados en Bojayá

Un mes secuestradas.

Mery Machado tenía 13 años cuando sufrió su primer ataque de epilepsia. Sentada en la mecedora dice que, según las explicaciones de un neurólogo, cuando empezó su adolescencia y comenzó a desarrollarse hubo una desconexión en su cerebro que le provocan ataques repentinos con convulsiones, que se agravan cuando se asusta.

Un año después su cuerpo no respondió cuando intentó huir tras la explosión. El epicentro del ataque fue en Bellavista, la cabecera municipal de Bojayá. Miembros de las Autodefensaas Unidas de Colombia (AUC) y guerrilleros de las Farc luchaban por controlar ese sector del río Atrato. La zona era militarmente estratégica para controlar el tránsito fluvial entre el pacífico y Antioquia.

Los guerrilleros montaron un lanzador de pipetas en el patio de una casa. Desde ahí lanzaron cuatro cilindros, dos no explotaron. Uno estalló dentro del puesto de salud. El otro atravesó el techo de la capilla y estalló en el altar mayor.

Bellavista, de unos mil habitantes, y Bojayá están separadas por unos 800 metros. Por eso Mery sintió el estallido como si hubiera sido en el patio de la escuela. Lo primero que hizo Ericka Palacio fue correr al salón de su prima.

“Ella estaba tirada en el suelo. Se había desmayado por el ataque. La cargué como pude y empezamos a caminar hacia la casa, pero la bandada de gente era tan grande que nos tumbaron y empezaron a pisarnos mientras huían. Tuve que ponerme encima de Mery para que no la siguieran pisando”, manifiesta la joven, madre de un niño.

Como pudieron llegaron hasta la casa donde estaba su abuela, Sixta María Palacio, y su abuelo, Emilio Palacio. “Estuvimos durante un mes incomunicados. No podíamos entrar ni salir del pueblo porque amenazaban con matarnos. Los guerrilleros eran los únicos que tenían radios y ellos eran los únicos que podían comerse lo que había en las tiendas. Sólo pudimos alimentarnos con lo que teníamos en las casas”, cuenta con amargura Mery y un rastro de rabia en la mirada.

Dilly termina de pelar una ahuyama. Un coco está a la espera para preparar un dulce

El temor al ruido.

Del día de la masacre, las cuatro mujeres guardan los recuerdos de amigos y seres queridos que murieron: un primo y sobrino de cuatro años que no sufrió ninguna herida superficial pero al que la onda de la explosión le desprendió el corazón. Unos familiares de Ericka murieron en el lugar.

Lo otro que les dejó el ataque fue un miedo a los ruidos fuertes. “Un globo que explota, voladores, incluso el tropelín de gente corriendo nos altera, nos revive el recuerdo, nos regresa al dolor”, afirma Mery Machado, quien es madre de un hijo. El único que podrá tener por su enfermedad.

Ese condicionamiento sicológico no ha sido fácil de sobrellevar, sobre todo porque viven en un barrio que es conocido por las muertes violentas y por ser foco de luchas entre pandillas por el control del microtráfico. Sumado a eso tuvieron un nuevo golpe de dolor: el patriarca de la familia, Emilio Palacio, murió al año de haber llegado a la región Caribe, a causa de un cáncer. Aún lo conservan con una pintura que tienen colgada en una pared del comedor.

Llegaron ahí porque el gobierno le regaló esa vivienda a Dilly Palacio, como parte de la reparación a la que tiene derecho por ser una de las 8.376.463 víctimas del conflicto armado en Colombia. Hoy 9 de abril se conmemora el Día Nacional de la Memoria y la Solidaridad con las Víctimas del Conflicto. Aunque están agradecidas, la vivienda y el sector están lejos de parecerse al pueblo que tuvieron que abandonar.

Cuando llegó de Bogotá, Dilly empezó a trabajar como cocinera en una empresa de repostería, pero no duró mucho. Luego pasó a una fábrica empacadora de atunes pero el horario era terrible para ella. “Entraba a las cinco de la mañana y llegaba a mi casa a las 11 de la noche. Prácticamente no veía el sol. Pero todo era por mi familia”, señala con una sonrisa en los labios.

La risa es una característica peculiar en la familia Palacio. A cada están riendo, como si fuera una forma de resistencia al dolor, al desarraigamiento, a la pérdida de su tierra, la que añoran con cada palabra y recuerdan cada tanto, sobre todo porque allá lo tenían todo y en Soledad han tenido que padecer.

Sixta María se sienta en la puerta del patio a rezar el rosario, con una vista muy diferente a la que tenía en Bojayá

Heridas abiertas.

Entre las mujeres se instala un debate cuando surge la palabra perdón entre ellas. Para Sixta María, Ericka y Dilly, lo mejor que puede pasarles es dejar todo atrás y seguir con sus vidas. Aunque Mery dice que ha perdonado, asegura que jamás pueden olvidar lo que sucedió. “Si yo tuviera frente a mí al guerrillero que dio la orden para ese ataque, no lo perdonaría y hasta le caigo a golpes”, afirma la joven con una mirada desafiante.

Para ellas no ha sido “sencillo” dejar atrás la libertad en la que vivían en Chocó. Cuentan que en Bojayá vivían unas 800 personas en casas de madera, pocas estaban hechas de material. “Nuestra casa tenía cinco habitaciones amplias, una cocina enorme del tamaño de esta casa – dice haciendo un movimiento con los brazos que abarcaba toda la vivienda ­ el patio era tan grande que teníamos un galpón para las gallinas y siete palmeras de coco. Podíamos abrir la ropa en las pitas y no se perdía nada”.

Ha sido duro el golpe con la realidad que han tenido que afrontar en una tierra que sienten extraña. De tomar todo lo que necesitaban de la tierra han pasado a no tener dinero para comprar lo necesario. “Si me provocaba comerme un huevo iba al gallinero. Ahora tengo que pagar 350 y 400 pesos. Los guineos, la yuca y los plátanos que no comíamos, sino que se le daban a los cerdos porque sobre abundaba. Ahora tenemos que pagar mil pesos para comer un plátano”, manifiesta Mery.

Aunque su pueblo no encajaba en el concepto occidental de desarrollado, se sentían felices en medio de las ‘carestías’ que tenían. “Sólo había luz eléctrica de 6 de la tarde a 9 de la noche, cuando prendían la planta de energía. La mayoría de las veces se ponía para un evento como el reinado de belleza. Todo el pueblo se metía en la escuela a verlo o cuando había una novela que le gustaba a todo el mundo”, cuenta la joven de 27 años.

En su mesa metálica Dilly prepara galletas, postres y panes.

En su relato asegura que pagaban unos dos mil pesos por casa al mes para la gasolina de la planta. En contraste ahora pagan más de 100.000 pesos por un servicio intermitente. Igual les pasa con el agua y el gas.

“Allá teníamos un cilindro y un fogón de leña en el que cocinábamos todo. Mi mamá iba a pescar y se traía unos tanques de un metro de alto llenos de peces. Si quería, me iba todo el día a bañarme a una quebrada. Jugábamos en la calle al escondido, la lleva o a lo que se nos ocurriera. Mi hijo no podrá disfrutar de nada de eso”, puntualiza Mery bajo las miradas aprobatorias de las otras tres mujeres.

Cocinar para sobrevivir.

Son las cinco de la tarde y Sixta María Palacio se levanta de la sala, toma su escapulario y se sienta en una pequeña silla de madera, bajo el dintel de la puerta que da al patio. Solo la mitad de su rostro octogenario se ilumina con la luz que todavía entra a esa zona de la casa, dando matices a su arrugado rostro moreno.

A pesar del dolor, la familia no ha perdido su fe. Detrás de la puerta principal tienen una placa de madera que anuncia “Dios bendiga este hogar”. Dilly tampoco perdió la fe en sus capacidades gastronómicas y aprovechó toda la sabiduría de sus ancestros africanos asentados en el pacífico colombiano salir adelante en el Caribe. También ha puesto empeño por adquirir cada vez más conocimientos relacionados con la culinaria.

En su oración, Sixta María pide fuerza para soportar la dura prueba que tienen.

Inicialmente hizo un curso de panadería con el Servicio Nacional de Aprendizaje (Sena). El Gobierno Nacional le entregó una mesa metálica que le ha servido para preparar postres de napoleón y tres leches; panes y galletas punto rojo, de maní, de chocolate y polvorosas.

El año pasado hizo otros cuatro cursos con la entidad estatal: pasabocas, emprendimiento, cocina básica y cocina en salsa. “Cocinar me regresa a mi tierra. Me cura el alma. Me ayuda a salir adelante”, confiesa Dilly Palacio recostada sobre la mesa de metal, pelando una ahuyama.

Esos momentos son los que la regresan a su casa de madera, con una cocina gigantesca y galpones en el patio; la devuelven a los momentos en los que compartía con su familia, y aunque entre las Palacio no faltan las risas, dentro de ellas hay un dolor que no pueden borrar: la tristeza de haber salido de la tierra en la que tenían todo y que, afirman, no volverán a pisar.